No hay diferencia entre narco,
burguesía y elites económicas
Raúl Zibechi
La Jornada
Propongo que dejemos de hablar de narco
(narcotráfico o tráfico de drogas) como si fuera un negocio distinto a otros
que realizan las clases dominantes. Atribuir los crímenes a los narcos
contribuye a despolitizar el debate y desviar el núcleo central que revelan los
terribles hechos: la alianza entre la elite económica y el poder militar-estatal
para aplastar las resistencias populares. Lo que llamamos narco es parte de la
elite y, como ella, no puede sino tener lazos estrechos con los estados.
La historia suele ayudar a echar luz sobre
los hechos actuales. La piratería, como práctica de saqueo y bandolerismo en el
mar, jugó un papel importante en la transición hegemónica, debilitando a
España, potencia colonial decadente, por parte de las potencias emergentes
Francia e Inglaterra. La única diferencia entre piratas y corsarios es que
éstos recibían patentes de corso, firmadas por monarcas, que legalizaban su
actuación delictiva cuando la realizaban contra barcos y poblaciones de
naciones enemigas.
Las potencias disponían así de armadas
adicionales sin los gastos que implicaban y conseguían debilitar a sus enemigos
tercerizando la guerra. Además, utilizaban los servicios de los corsarios sin
pagar costos políticos, como si los destrozos que causaban fueran desbordes
fuera del control de las monarquías, cuando en realidad no tenían la menor
autonomía de las elites en el poder. La línea que separa lo legal de lo ilegal
es tenue y variable.
Encuentro varias razones para dejar de
considerar a los narcos como algo diferente de la burguesía y del Estado.
La primera, es histórica. Es bien conocido el
caso de Lucky Luciano, jefe de la Cosa Nostra preso en Estados Unidos. Cuando
las tropas estadounidenses desembarcaron en Sicilia, en 1943, para combatir al
régimen de Mussolini, contaron con el apoyo activo de la mafia. El gobierno de
Estados Unidos había llegado a un acuerdo con Luciano, por el cual éste
movilizó a sus partidarios a favor de los aliados a cambio de su posterior
deportación a Italia, donde vivió el resto de su vida organizando sus negocios
ilegales.
Los mafiosos eran, además, fervientes
anticomunistas, por lo que fueron usados en el combate a las fuerzas de
izquierda en el mundo y como fuerza de choque contra los sindicatos
estadounidenses.
En segundo lugar, la superpotencia utilizó el
negocio de las drogas en su intervención militar en el sureste de Asia, en
particular en la guerra contra Vietnam. Pero también a escala local, en el
mismo periodo, para destruir al movimiento revolucionario Panteras Negras. En
ambos casos la CIA jugó un papel destacado. Sobre estos dos primeros puntos hay
decenas de publicaciones, lo que hace innecesario entrar en detalles.
En tercer lugar, Colombia ha sido el
principal banco de pruebas en el uso de las bandas criminales contra las
organizaciones revolucionarias y los sectores populares. Un informe de Américas
Watch de 1990 establece que el cartel de Medellín, dirigido por Pablo Escobar,
atacaba sistemáticamente a líderes sindicales, profesores, periodistas,
defensores de los derechos humanos y políticos de izquierda, particularmente de
la Unión Patriótica (Américas Watch, La guerra contra las drogas en Colombia,
1990, p. 22).
A renglón seguido destaca que los
narcotraficantes se han convertido en grandes terratenientes y, como tal, han
comenzado a compartir la política de derecha de los terratenientes
tradicionales y a dirigir algunos de los más notorios grupos paramilitares.
Este es el punto clave: la
confluencia de intereses entre dos sectores que buscan enriquecerse y mantener
cuotas de poder, o adquirir más poder, a costa de los campesinos, los sectores
populares y las izquierdas.
Todo indica que la experiencia colombiana -
en modo particular, la alianza de los narcos y los demás sectores de las clases
dominantes - está siendo replicada en otros países como México y Guatemala, y
está disponible para aplicarla donde las elites globales lo crean necesario. De
más está decir que esto no podía hacerse sin el concurso de la agencia
antidrogas estadounidense, así como de sus fuerzas armadas.
En cuarto lugar, hace falta comprender que el
negocio de las drogas forma parte de la acumulación por desposesión, tanto en
su forma como en su contenido. Funciona como una empresa capitalista, como una
actividad económica racional, como concluye el libro Cocaína & Co., de los
sociólogos colombianos Ciro Krauthausen y Luis Fernando Sarmiento. Tiene
algunas diferencias con los demás negocios capitalistas, sólo por tratarse de
una actividad ilegal.
La violencia criminal, considerada a veces
como demencial, es el argumento que suelen utilizar los medios y las
autoridades para enfatizar los aspectos especiales del negocio de las drogas.
Es tan falso como lo sería atribuir un carácter criminal al cultivo y
comercialización de bananas porque en diciembre de 1928 fueron asesinados mil
800 huelguistas que trabajaban en la United Fruit Company en la Ciénaga de
Santa Marta, norte colombiano. Algo similar podría atribuirse al negocio minero
o al petrolero, manchados de sangre en todo el mundo.
El negocio de las drogas está en sintonía con
la financierización de la economía global, con la cual confluye a través de los
circuitos bancarios donde se lavan sus activos. Es bueno recordar que durante
la crisis de 2008 el dinero del narco mantuvo la fluidez del sistema financiero,
sin cuyos aportes hubiera padecido un cuello de botella que habría paralizado
buena parte de la banca.
Por último, eso que mal llamamos narco tiene
exactamente los mismos intereses que el sector más concentrado de la burguesía,
con la que se mimetiza, que consiste en destruir el tejido social, para hacer
imposible e inviable la organización popular. Nada peor que seguir a los medios
que presentan a los narcos como forajidos irracionales. Tienen una estrategia,
de clase, la misma a la que pertenecen.
Fuente: sott.net
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